El urbanismo se ha visto en una lucha constante por coordinar la habitabilidad de las ciudades con las exigencias prácticas de los gobiernos. Son muchos los casos en que los conflictos de interés no se saldan a favor de un urbanismo equilibrado. En España son ejemplos la demora de la construcción de la Gran Vía madrileña y la desvirtuada ejecución del Ensanche de Barcelona. Ambos proyectos diseñados de acuerdo a un concepto racional de organización. El caso del Ensanche de Barcelona preveía un desarrollo con más espacios verdes y un sistema ortogonal que se conservó, pero con limitaciones en favor de una construcción más intensiva.
La estructura de la vida urbana fue meditada por los antiguos romanos, que aprendieron el oficio de los etruscos. Los romanos concebían la ciudad como núcleo de desarrollo cultural y económico, y los ciudadanos ricos vivían en villas a las afueras.
La ciudad se concebía como un sistema eficiente para cubrir las necesidades de sus habitantes, con todos los servicios para el placer, el trabajo y la cultura. Las calles romanas se trazan de acuerdo a un plano ortogonal que facilitaba el tránsito de vehículos, personas y animales por una parte, y por otra permitía cerrar calles fácilmente para controlar los disturbios. Éste derivaba de los campamentos militares sobre los cuales se creaban las primeras calles y se elevaban edificios. Pero tiene sus raíces en el plano reticular de Mileto creado por el arquitecto Hipódamo. Este plano se imitó en las ampliaciones de la Francia de la Ilustración y en el mencionado Ensanche de Barcelona como sistemas ideales de distribución urbanística.
En la línea del urbanismo racional, en auge tras la Ilustración hasta principios del siglo XIX, figura la relevancia de los espacios verdes, también considerados por los urbanistas de la antigua Roma. Para los romanos, como para los etruscos, el jardín era un espacio con connotaciones sagradas. Las villas romanas no se concebían sin su jardín, que aparte del impluvium, formaba parte del espacio doméstico al aire. Los jardines se sometían a una concepción de continuidad arquitectónica que se aportaba mediante elementos estructurales como pérgolas, árboles y edificios. El ideal era crear la homogeneidad del paisaje y la integración del jardín en la ciudad y en la casa (mediante el pórtico). Los romanos continuaron este influjo helenístico, parte de nuestra cultura mediterránea. Una imagen reveladora en este aspecto es el famoso cuadro del italiano Fra Angélico, La Anunciación, de estilo gótico-renacentista, que plasma con inusitada belleza el aura mística del jardín. Precisamente del italiano deriva la palabra pérgola, una estructura existente en el mundo antiguo que llegó a nuestros días con diversas variaciones. La pérgola permite la arquitectura vegetal al usar árboles y plantas trepadoras como parte de la estructura. Su forma permite a la luz crear claro-oscuros rítmicos y su sombra cobija del sol.
En la Francia del despotismo ilustrado los jardines reales se dotaron asimismo de pérgolas que ofrecían abrigo del clima y refugio de miradas furtivas de curiosos cortesanos. Tan emblemáticas eran, que al dictador mexicano Porfirio Díaz, enamorado de París, le regalaron a finales del siglo XIX una pérgola, centro hasta hoy de la Plaza de Armas de Guadalajara.
El urbanismo actual recoge las influencias anteriores y crea espacios públicos para el esparcimiento. Los parques, máximos exponentes de dicha corriente, aparecen con elementos más decorativos que útiles como pérgolas, fuentes, jardines y bancos. Los particulares, como los antiguos romanos, tratan del mismo modo de incorporar el jardín al espacio doméstico habitable mediante tarimas de madera para exterior.
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