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Claus von Stauffenberg: Alemania le da las gracias

Cuando pienso en los terroristas que se suicidan por cuestiones religiosas; por cosas que le hayan metido en la cabeza desde niño o, por pensar que inmolándose llegará a ser mártir y por ello irá a un cielo en el que le esperan siete mujeres, no siento ni la mitad de respeto que siento por el héroe Claus, que a pesar de haber vivido moderadamente bien durante toda su vida; haber conocido los placeres de la vida y disfrutado del conocimiento que aportan algunos libros, no dudó ni un momento en hacer todo lo posible por acabar con Hitler, para demostrar al mundo que en Alemania no todos eran como el pequeño bigotudo austríaco.

Claus no era un Don Nadie. Fue un militar alemán de origen noble (de ahí que me sorprenda tanto su convencimiento de querer matar a Hitler), que llegó a Coronel del Estado Mayor de la Wehrmacht. Medía 185 cm y tenía un don de gentes. Le gustaba reir y mofarse de sus colegas, pero siempre fue modesto y aguantaba bromas contra él.

Claus no declaró la guerra al nazismo desde el principio, más bien se mantuvo callado y sin dar el cante hasta La noche de los cristales rotos, en la que pudo comprobar las barbaridades que hacía la soldadezca de las SS a cientos de familias judías porque, es lo que siempre he pensado, las buenas personas no consienten injusticias, ni abusos, y harán todo lo posible para evitar que ocurran. La diferencia la marca el punto hasta donde estés dispuesto a llegar para acabar con la injusticia. Claus llegó a dar su vida.

Tras varios intentos fallidos de acabar con Hitler, Göring y Himmler, en diciembre de 1943 Claus se ofrece él mismo para cometer un acto suicida, pero sus colegas (muchos de ellos colaboraron en los diversos planes de asesinato), jamás le dejaron, quizás por el hecho de que había quedado inválido en batalla, por lo que sería incapaz de transportar una bomba él solo. Sin embargo fue esa misma condición de inválido la que le permitió llevar una bomba al mismísimo despacho de Hitler.

Y no sólo la llevó una vez, sino que acudía a reuniones con Hitler cada dos por tres y siempre llevaba consigo su maletín con la bomba incorporada, esperando que en algún momento se encuentren Hitler, Göring y Himmler juntos, y así acabar con tres pájaros de un tiro. Al ver que los tres principales no se reunían, quizás adrede, Claus declaró el 15 de julio de 1944 que mataría a Hitler de cualquier forma la próxima vez que lo viera.

Von Stauffenberg, que sólo tenía una mano y en ella sólo tres dedos, compró un alicate especial para su muñón para poder utilizarlo y romper la protección de cristal de la bomba que llevaba incorporada al maletín, activar los dos detonadores y esperar diez minutos, tiempo en el que estallaría la bomba.

Hitler había convocado una reunión con sus altos mandos para debatir acerca de la campaña de Rusia, y luego había quedado con Mussolini para quién sabe qué. Claus no lo dudó, era el momento. LLegó a la reunión, se puso al lado de Hitler, colocó su maletín debajo de su mesa tras haber activado la bomba, y al cabo de siete minutos se excusó diciendo que tenía que atender una llamada importante.

Con Claus y su equipo fuera de la sala y la bomba activada, un guardia tropezó con el maletín y decidió ponerlo incluso más adentro de la mesa gruesa de roble. A los tres minutos la bomba estalló matando ipso facto a tres personas, ninguna de ellas Hitler, ni Göring ni Himmler. La mesa salvó la vida a Hitler, que además estaba agachado casi de espaldas ojeando un mapa.

No sólo eso sino que, gran fallo de Claus, salió disparado de la reunión y pasó los controles de seguridad con prisa, por lo que se convirtió en el sospechoso número uno. El 20 de julio de 1944 cuatro personas fueron fusiladas a patio abierto, de entre ellos Claus. Sus últimas palabras fueron: «Larga vida para la Sagrada Alemania».