Hernán Cortés: genio, villano, héroe y monstruo
Pocos nombres evocan tanta controversia y polarización en la historia como el de Hernán Cortés, el conquistador de México, el hombre que derrumbó un imperio y alzó otro sobre sus ruinas. Cortés es una figura que, como un espejo, refleja tanto la gloria como las miserias de la humanidad. En él se concentra la virtud del genio estratégico, el arrojo del explorador audaz, pero también la avaricia insaciable, el ego colosal y, por supuesto, el peso moral de una empresa que cambió el curso de la historia a sangre y fuego.
Cortés no era un hombre común, y eso lo tenía claro él mismo. Su ambición era su motor, pero también su condena. Desde que desembarcó en las costas de Veracruz en 1519, dejó claro que no venía a ser uno más en la larga lista de aventureros fracasados. Quemó sus barcos, literalmente y metafóricamente, asegurándose de que no habría marcha atrás. Ese gesto, mitad estrategia y mitad teatralidad, encapsula perfectamente su carácter: un hombre dispuesto a arriesgarlo todo, pero también a imponer su voluntad sin importar las consecuencias.
Sin embargo, no se puede entender a Cortés sin hablar de su genio militar. En un mundo donde la guerra era el lenguaje universal, él hablaba con fluidez. Su capacidad para aliarse con los enemigos de los mexicas, esos pueblos sometidos al yugo de Tenochtitlán, demuestra no sólo inteligencia táctica sino también una habilidad política casi maquiavélica. Cortés sabía que la conquista no sería posible con la espada únicamente; necesitaba palabras, promesas y, cuando era necesario, traiciones calculadas. Y vaya si traicionó, no sólo a los mexicas, sino incluso a su propio gobernador, Diego Velázquez, y más tarde al propio Carlos V. Cortés era leal sólo a Cortés.
Por otro lado, hay que reconocer que, en su mundo, él no se veía como un villano. La mentalidad de su época estaba impregnada de la certeza de que estaban llevando «la luz» a tierras oscuras. Cortés, como buen hijo de su tiempo, creía ser el brazo ejecutor de un destino divino. Sin embargo, bajo esa capa de justificación religiosa se escondía un hombre que amaba el oro más de lo que temía al infierno. El episodio de la matanza en Cholula, por ejemplo, donde sus tropas masacraron a miles en un acto de terror calculado, muestra el lado más oscuro de su carácter: una crueldad sin remordimientos cuando el fin justificaba los medios.
Y sin embargo, en el otro lado de la balanza, no se puede negar su valentía. Cortés no dirigía desde la retaguardia; estaba al frente, en las batallas, en las negociaciones y en los momentos más oscuros. Su carisma era innegable. ¿Cómo, si no, logró que hombres agotados, malnutridos y superados en número lucharan por él contra un imperio que parecía invencible? Ese es el enigma de Cortés: un líder que inspiraba tanto admiración como temor.
Pero no olvidemos su ego, esa fuerza arrolladora que lo impulsó a desafiar todas las probabilidades pero que también lo llevó a su caída. Cortés no sabía cuándo detenerse. Su búsqueda de gloria lo llevó a enfrentarse no sólo a los mexicas, sino también a sus propios compatriotas. A medida que envejecía, su estrella se apagó. Terminó sus días en España, marginado, reclamando al rey los honores y las riquezas que creía merecer. Fue el precio de su ambición desmedida: murió como un hombre que había conquistado un imperio, pero que no pudo conquistar su lugar en la historia de su propia patria.
En el fondo, Hernán Cortés encarna las contradicciones de la humanidad. Es un héroe para unos y un monstruo para otros. Su legado es un mosaico de luces y sombras, de gloria y tragedia. Cortés no fue ni santo ni demonio; fue, simplemente, un hombre llevado al extremo por su tiempo y su propia naturaleza. Un hombre que, para bien o para mal, cambió el mundo. Y quizás, sólo quizás, eso es lo que más nos fascina y nos repugna de él. Porque, al mirarlo, vemos también algo de nosotros mismos.